Sabe el viajero que cruzando Despeñaperros se nos abre Andalucía y se nos desgrana en las manos de su paisaje y su paisanaje. Linares, en el zaguán mismo del Sur, tiene mucho de atrio de iglesia en domingo –niñas vestidas de nuevo con sonrisa festiva y niños con la cara recién lavada– y bastante de propileo del vetusto templo de culturas que es Andalucía. Pronto cae en la cuenta el viajero, al ver las viejas chimeneas de las minas cómo sostienen las entretelas de los horizontes pespunteados de encinas deshilachadas y olivos como gritos, que desde Linares se reparten todos los aires que mantienen desplegadas y henchidas de vientos las velas del bergantín de sueños que es el sur y su magia.
Pero bien sabe el viajero, del que sé que le gusta vencer el miedo ante la llamada del tiempo con vino y conversación de por medio –pues asumida tiene ya la lección primera de que no hay toro más astifino y traicionero que el propio tiempo cuando nos lleva en volandas por la vida– que la cocina del sur tiene en sus tapas la herencia romana de los que llamaron Mare Nostrum a este mar de reflejos verdes de aceite y aceitunas; también el legado árabe de los maestros de los aliños que nos recuerdan a cada paso al sabio gastrósofo Averroes que ya dijera en el siglo XI que los mejores huevos son los de gallina, y que la mejor forma de tomarlos es fritos en aceite de oliva, a lo cual otros apostillaron aquello de que huevo asado es medio huevo, huevo cocido es huevo entero, huevo frito es huevo y medio… ¡Qué habríamos de decirte al viajero desde esta tierra de Linares donde tres huevos son dos pares, y fritos serían más de media docena¡.
Andalucía, el Sur, Linares, en una palabra, tiene en los mostradores de sus viejas tabernas, y de sus novísimos bares, el aceite y la aceituna, tiene el jamón –tal vez el mejor amigo del hombre–, el bacalao de la talega minera, las habas tiernas, los caracoles picantes, las chacinas recreándose en la gloria de sus embutidos, tiene el vino criado en los alberos inmesiricordes de la campiña bajo el sol terrible de agosto, y tiene el sol, padre miseriocordioso, poderoso señor reinante sobre los viñedos, los trigales y los olivos de las tierras del sur… Paisaje y paisanaje que se detiene ante la llamada del tiempo.
En Linares como en Andalucía no hay sólo gazpachos y fritos, propios de estos meses de calor. En las casas existe una cocina tradicional en la que hay cocidos, pucheros y potajes, y guisos de verduras, huevos, pescados y carnes que, curiosamente, encontramos reflejados en el amplio abanico de especialidades a la hora del «tapeo», verbo sublime de la gastronomía, cuando lo recitan, lo canturrean los camareros a pie de barra en los bares de Linares, en un cántico rápido, y no siempre fácil de retener.
Es ese gusto por el «tapeo», que invita a la conversación y a la relación humana, al dialogo y a la concordia, en el que brilla la identidad andaluza, la esencia de los pueblos de interior como Linares que se abren como abanicos a todos los vientos y todos los horizontes, haciéndole jocosa burla a la llamada del tiempo, ese que siempre anda en el empeño de llevarnos en volandas como a los toreros que le cortan las orejas a la vida en el albero mágico del espacio tabernario donde se recrean como nadie las gentes de Linares.